La "saca"

Sobresaltada por un estruendo metálico y sordo abrió inútilmente los ojos. Levantó una mano para asegurarse de que no estaba en un ataúd, ¡tantas veces lo había soñado que ya no distinguía! A veces lo deseaba, pero se habían prometido dignidad. Al primer grito desgarrador le siguieron otros que ahogaron el primero. Fueron unos segundos. Enseguida se hizo el silencio. Había sido muy cerca. Le aterraba la idea de que un día fuera su cerrojo el que se abriera ¿Sería de noche? Debía serlo porque el silencio era total. Además, las “sacas” eran habitualmente nocturnas. Ella no chillaría, no les daría el gusto. Ni siquiera el ¡Viva la República! que gritaban otras. Su delito era tener una hermana republicana, ella no lo era, pero les daba igual, era un rehén. La ejecutarían en silencio, lo que no sabía era cuándo. Así llevaba 5 meses, condenada a falta de un mero trámite nocturno. Sólo se oiría la detonación de los disparos, su propia respiración, el silbido de las balas acercándose y el impacto en su cuerpo. Eso sería lo último que oiría.

El sable

Sólo hablaba el viento y el frío sol se hacía notar silencioso, pálido.

Poco a poco nos fuimos acercando hasta rodear el hueco abierto en el suelo. Desde su interior comenzó a oírse un ruido metálico semejante al de un sable al desenfundar. Pero más burdo, más áspero, más corto.

Le comenzaron a acompañar unos golpecitos suaves, como temiendo fracturar algo. Unos tintineos color mate, firmes pero frágiles. Un poco de fuerza de más y habría sonado a quebrado, a roto.

Sin un comienzo determinado, fue ganando el espacio el susurro de un sollozo. No, eran dos. El resto rodeábamos la escena sin atrevernos a molestar al silencio.

A algunos nos caían lágrimas perdidas por la mejilla.

El ruido del sable volvió a ocupar la esplanada. Golpecitos y un golpe seco: tchác.

Al rato, entre palabras perdidas comenzamos a desfilar todos hacia la calle.

Todos menos Teo.