Poco a poco nos fuimos acercando hasta rodear el hueco abierto en el suelo. Desde su interior comenzó a oírse un ruido metálico semejante al de un sable al desenfundar. Pero más burdo, más áspero, más corto.
Le comenzaron a acompañar unos golpecitos suaves, como temiendo fracturar algo. Unos tintineos color mate, firmes pero frágiles. Un poco de fuerza de más y habría sonado a quebrado, a roto.
Sin un comienzo determinado, fue ganando el espacio el susurro de un sollozo. No, eran dos. El resto rodeábamos la escena sin atrevernos a molestar al silencio.
A algunos nos caían lágrimas perdidas por la mejilla.
El ruido del sable volvió a ocupar la esplanada. Golpecitos y un golpe seco: tchác.
Al rato, entre palabras perdidas comenzamos a desfilar todos hacia la calle.
Todos menos Teo.